La única verdad es la poesía
Fraternidades políticas y poetización de la muerte.
Javier Heraud y Francisco Urondo.
Paulo Ricci

¿Qué es una obra poética? ¿La puesta en palabras de los avatares de un espíritu complejo e inquieto? ¿El resto lírico de una época, de algunos trozos de la historia puestos en juego por una subjetividad comprometida con su tiempo? ¿La exacerbación de los sentimientos de un yo que busca, a toda costa, salir de su introspección y dar a conocer su mirada sobre el mundo y sus problemas? ¿Una intervención política hacia el interior del lenguaje y de la literatura, en un particular momento histórico, que intenta subvertir sus lógicas y formas institucionalizadas? ¿Una de las búsquedas literarias más personales e introvertidas que, al mismo tiempo, es imposible leer por fuera de sus diálogos con los grupos de referencia, con su contexto de producción, con la historia de la literatura en la que se inserta y, en definitiva, enmarcada por eso que llamamos la historia con mayúsculas, que, aunque no parezca, también está hecha de poesía?
          La obra poética de Francisco “Paco” Urondo, que será el territorio que sobrevuele este texto, es también el resultado de las incesantes búsquedas que el personaje detrás de ella, el autor, fue atravesando en sus varias y complejas “vidas poéticas”. Desde la temprana pertenencia al grupo de jóvenes poetas y escritores que veneraban la obra del admirado Juan L. Ortiz, a una también prematura asimilación de las búsquedas de los sucesivos grupos generacionales, poéticos e intelectuales de los que fue formando parte, ocupando, casi siempre, un lugar de destacado prestigio, hay notorios matices.
          Una de las definiciones posibles que le cabe a su vasta producción poética que comprende apenas poco más de veinticinco –aunque muy agitados– años en la historia que dictan los calendarios, es la de tratarse de una obra que siempre encontró sus lugares de pertenencia, sus referencias y sus zonas, en los proyectos colectivos a los que su responsable se fuera sumando.
          Esto no significa restarle personalidad a la poesía de Urondo sino todo lo contrario. Sus poemas, aunque alternen estilos, temas y vayan del minimalismo ungarettiano a las ramificaciones extensas y a modo de río (tan “a lo Ortiz”), siempre trabajan sobre algunos tonos, algunas preocupaciones y, sobre todo, algunas pasiones, que definen el núcleo más reconocible de la voz poética del autor santafesino (1).
          Entre muchas de esas pertenencias o fraternidades nos interesa aquí recuperar el fuerte vínculo que Urondo encontró con la figura del poeta y revolucionario peruano Javier Heraud, asesinado cuando apenas tenía 21 años en el río Madre de Dios de la selva peruana. En particular, y a partir del prematuro reconocimiento que el poeta argentino hizo de su colega peruano y de su joven aunque profusa obra poética, trataremos de recuperar los muchos puntos de contacto que ambas obras –una condensada en pocos y vertiginosos años y la otra extendida a lo largo de cuarto siglo de historia de un país– efectivamente poseen.
          En segunda instancia, también buscaremos mostrar los singulares puntos de contacto entre la poesía de Heraud y de Urondo en lo que respecta a dos cuestiones muy caras a la problemática intelectual de la década del sesenta: el, a veces paulatino y a veces intempestivo, ingreso del intelectual en la experiencia militante y la tematización de ese proceso en la propia obra; y las tensiones entre la figura del artista o intelectual y la otra figura, cada vez más reconocida y preeminente hacia mediados de los sesenta, del militante revolucionario.
          Los dos poetas trabajaron sobre esos recorridos subjetivos en sus propias búsquedas estéticas, y si Heraud apenas comenzó a construir un seudónimo literario (Rodrigo Machado) hacia el final de su muy corta vida para volcar en esa figura su poesía más militante, Urondo también condensa –y quizás resuelve–, en su más postrera producción poética (aquellos poemas recuperados luego de su muerte que el poeta santafesino había empezado a elaborar bajo el título de Cuentos de batalla), la disyuntiva tan conflictiva de la época, aquella que parecía ubicar en lugares antagónicos la experiencia de una vanguardia poética o una vanguardia política. Sobre estas coincidencias y fraternidades, así como sobre la compleja y al mismo tiempo fecunda relación entre aquellas vanguardias intentará reflexionar este escrito.

A contrapelo
Es inevitable comenzar por el final, sobre todo cuando estamos ante dos finales tan impactantes. La muerte violenta, temprana, aunque no imprevista, de los dos poetas, hace prácticamente imposible que una lectura de sus obras pueda ser emprendida sin tener en cuenta ese dato para nada anecdótico. ¿Cómo puede eludirse el compromiso político que a ambos escritores les costó la vida, o por el cual estaban dispuestos a ofrecerla (como dicen en sus poesías con insistencia), al momento de realizar cualquier tipo de entrada en sus obras recuperadas y reunidas?
          Este acontecimiento violento y final no es para nada marginal a la interpretación, la circulación y a la lectura que se hace de sus producciones poéticas. En el caso de la obra de Javier Heraud, es el propio Francisco Urondo quien participa activamente de la rápida difusión de sus poesías luego de su muerte. En momentos de su participación en la revista Zona de la Poesía Americana, Urondo presenta al poeta y guerrillero ante sus pares argentinos. Allí vemos este gesto de reconocimiento a través del cual una obra literaria es recuperada y leída bajo el prisma de la vocación militante de su autor.
          La fascinación de Urondo con la personalidad y la poesía de Javier Heraud (según indican sus propios pares) estaba directamente vinculada con la condición de poeta y militante que el escritor argentino reconocía en su colega peruano. Esto no significa de ningún modo un detrimento o una negación de su valor literario, pero sin lugar a dudas la rápida visibilidad que las poesías del muy joven Heraud tienen para el miembro de la revista Zona...; está directamente asociada a la violenta y temprana muerte del peruano en el marco de una experiencia guerrillera en la selva peruana.
          Con absoluta conciencia de las distancias que existen entre cada obra, algo similar ocurre, más de veinte años más tarde, en la recuperación que el poeta Juan Gelman emprende de la obra de Urondo en la antología publicada bajo el título Poemas de batalla.
          Desde el breve prólogo de esta antología, Gelman explicita que la fundamental puerta de entrada para el reconocimiento de la poesía de Urondo será “la profunda unidad de vida y obra que un escritor y sus textos pueden alcanzar” (Gelman; 1998: 7). Sin desmerecer o desdeñar los valores literarios en el uso de la lengua castellana que el presentador le otorga a su compañero de militancia caído en combate, esos reales méritos son revalorizados por hacerse presentes en la poesía de Urondo sin contradicciones con la experiencia militante y el compromiso político que el autor ejercía en simultáneo con su labor literaria.
           Al ubicar la figura de Urondo junto a las de Haroldo Conti y Rodolfo Walsh (escritores también asesinados por la dictadura militar argentina) y afirmar que “para esos pilares de la literatura nacional nunca hubo contradicciones entre la militancia por una patria justa, libre y soberana, y la condición de la escritura” (Gelman; 1998: 7), el poeta a cargo del prólogo pareciera resolver la real y no poco virulenta discusión que atravesó gran parte de las décadas de los sesenta y los setenta en la que ponía en discusión el rol de los escritores e intelectuales en los procesos de compromiso revolucionario.
          Que Conti, Urondo o Walsh hayan logrado atravesar la disyuntiva entre la práctica de la escritura y el compromiso militante, continuando con su labor literaria y a veces llevando esa aparente contradicción hacia el interior de su producción, no implica que no hayan existido conflictos entre la escritura y la acción militante, contradicciones que muchas veces son planteadas en el seno de la propia obra. Como señala Martín Prieto en su historia de la literatura argentina, “la obra de Urondo, (…) parece ser una puesta en texto de su singular personalidad, presentada en el poema “La pura verdad” como una rara suma donde convivían el dandy (‘no descarto la posibilidad/ de la fama y el dinero;/ las bajas pasiones y la inclemencia’) y el agitador (‘sé que llegaré a ver la revolución, el salto temido/ y acariciado, golpeando a la puerta de nuestra desidia’).” (Prieto, 2006: 391).
         Este momento de duda, de aparente contradicción entre el progreso de la propia carrera como escritor que era tan factible en el contexto del llamado “boom” de la literatura latinoamericana y el paso a una militancia política que ocupe la vida toda, enriquece la propia literatura y no es esquivada por la poesía Urondo. Una distancia entre la pura actividad literaria y el compromiso político que el propio Rodolfo Walsh atravesó durante algunos años de la década del sesenta, a su regreso de Cuba, cuando eligió retirarse a su casa en el Tigre para escribir muchos de sus mejores cuentos. Período de su propia obra que es juzgado por el autor de Operación Masacre de manera negativa en la década siguiente, cuando se encuentra inmerso en la actividad militante. Al reflexionar sobre sus cuentos y obras de teatro de mediados de los años ‘60, el propio Walsh señala que estos textos “correspondían a una época de alejamiento de los problemas cotidianos de la política. Como partícipe del llamado boom del libro argentino, Walsh considera que de algún modo en esos años se habría incluido en lo que define como la ‘trampa cultural’, ‘haciendo de ganso del Capitolio’” (Jozami; 2006: 133) (2).
          Parangonar los recorridos subjetivos y los cuestionamientos dirigidos a la propia obra literaria de Walsh y Urondo no es para nada casual ni arbitrario, durante el intenso y último tramo de sus vidas ambos escritores fueron cultivando un vínculo, una amistad, que creció en intensidad y que no sólo está documentada en sus recorridos biográficos sino también en las conmovedoras páginas que el autor de Esa mujer le dedica a la muerte de su amigo poeta, muerte que antecede en apenas nueve meses el propio final.
          La primacía que tienen en la antología realizada por Gelman los llamados “poemas de batalla” del último tramo de la producción de Urondo, escritos en el decenio que va desde mediados de la década del sesenta hasta su muerte en 1976, cuando su militancia política se había vuelto más activa, le imprime un particular tono a la lectura de su obra. Aquí los poemas con temas más afines a una mirada latinoamericanista y política, se imponen a la estética “invencionista” propia de los años cincuenta, cuando Urondo se reconocía cercano al grupo Poesía Buenos Aires o a la inquietante búsqueda entre el coloquialismo, una particular práctica del realismo y “esa amalgama de franqueza vitalista, compromiso político y experimentación artística” (García Helder; 1999: 230) que se despliega durante toda la década del sesenta.
         El propio título elegido por Gelman para la antología poética de Urondo es toda una afirmación sobre el modo de lectura propuesto sobre la obra de este último. La ligera sustitución de la palabra “cuentos” (recordemos que Cuentos de batalla era el título del libro inconcluso que Paco Urondo estaba escribiendo al momento de caer en combate) por “poemas” realiza, con un pequeño gesto, una interesante operación. En primer lugar se pone en un plano de igualdad, de complementariedad si se quiere, a todos los poemas de la antología con el compromiso militante que late en la segunda parte del título. Pero en segundo lugar, se engloba un recorrido posible sobre la obra poética de Urondo con un título que apenas difiere del que el poeta santafesino tenía previsto para su último libro, aquel en el que los poemas rescatados permiten vislumbrar una centralidad inobjetable de la temática militante.
          Aunque esta puerta de entrada, esta premisa de lectura y organización de la obra poética no solamente es factible sino que también representa uno de los momentos más intensos y complejos de la poesía de Francisco Urondo, es importante señalar que es una posibilidad entre otras, para no ocluir la riqueza y la variedad de matices de las búsquedas del autor de esos Cuentos de batalla.

Dos caminos, un destino
Algo similar ocurre con el gesto que el propio Urondo emprendió al insistir con difundir la poesía de Javier Heraud desde las páginas de la revista Zona de la Poesía Americana. Cuando el poeta argentino conoce la obra del peruano, éste recién había publicado dos libros, El río y El viaje, que apenas alcanzan para vislumbrar una poesía juvenil que se maravilla, primero, con la naturaleza que intenta asimilar a la propia vida en la metáfora del río como acontecer y ser vivo; y que en su segundo libro da cuenta de un reencuentro con el mundo propio y con la sociedad luego de un regreso sobre el que gira todo el volumen: “He dormido todo/ un año,/ o tal vez he muerto/ sólo un tiempo,/ no lo sé.” (Heraud, 1989: 46), tal como reza uno de los poemas que abre el libro y que se titula “El poema”.
          Cuesta encontrar en estos dos primeros libros de Heraud las marcas de una épica militante que haya podido cautivar a Urondo. En todo caso deberíamos decir que aquí todavía estamos ante un joven poeta que repite temas y tonos (el río, el viaje, la muerte, la naturaleza) y que aun está lejos del autor que un par de años más tarde, en los poemas que serán editados luego de su muerte en el río Madre de Dios –paradoja que no es menor y sobre la cual volveré más adelante–, logrará plasmar toda una poética de la militancia revolucionaria y su descubrimiento tan vertiginoso.
         Cuando Urondo decide publicar algunos poemas de Javier Heraud en el cuarto y último número de la revista Zona…, apenas ha pasado un año de la muerte del joven poeta peruano. Para ese entonces, recién se está editando en el Perú el libro Poesías completas y homenaje, que se terminó de imprimir el 15 de mayo de 1964 al cumplirse el primer año de su muerte. Es difícil saber si para entonces Urondo conocía los últimos poemas del peruano, en los que ya se había volcado enteramente a una poesía “de batalla”.
         De todas formas, y aun aventurando la hipótesis de que el rescate y la voluntad de hacer circular las poesías de Heraud tuvieran más que ver con una valoración de su compromiso político (el mismo que por esos años comenzaba a insinuarse en Urondo) que con la admiración por la valía literaria de los poemas editados, ya en estos primeros libros del poeta peruano se detecta la persistente presencia de dos elementos que no son indiferentes al universo poético de Urondo: la recurrente imagen del río como metáfora de la construcción de la poesía, tan cara a la estética de Juan L. Ortiz, por un lado, y la continua mención de la propia muerte como eje de varias poesías de Heraud.
          Los citados primeros libros de Javier Heraud se ocupan casi exclusivamente de presentar al río, sobre todo en el libro homónimo, como metáfora del propio poeta y de su producción; más tarde, en El Viaje, el escritor explora diferentes variantes del juego poético con las imágenes de la ausencia, el sueño y la muerte, todas ubicadas en ese espacio distante y apartado, nunca nombrado, del que el protagonista de los poemas ha retornado después de un año y de cuyo retorno, el viaje de regreso, da cuenta la voz que compone los poemas. “He vuelto. Dormí un/ largo año, descansé/ y estuve muerto, pero/ gocé de abril/ y de las flores blancas…” (Heraud; 1989: 52) dice el personaje de las poesías, para apenas unos poemas más adelante escribir: “no tuve miedo/ de la muerte,/ no pude sembrar/ el amor como/ quería,/ recogí algunas/ frutas caídas/ y supuse que/ al final moriría/ alguna tarde/ entre pájaros y árboles.” (Heraud; 1989: 57), en uno de sus versos más juveniles y premonitorios.
          Ese ambiente bucólico y casi ingenuo de los primeros poemas comienza a verse subvertido por la incorporación de un elemento extraño y disonante, la propia muerte con la que juega como tema en casi todos los poemas del libro El viaje. Sea en la imagen del que estuvo ausente, del que se aleja de la vida o del que duerme, o bien mentada con explícitas referencias, la muerte aparece como una constante. La propia muerte es, desde entonces, el tema central de la poesía de Heraud, y encontrará en la experiencia militante y revolucionaria que más tarde se incorpora a su estética una especie de bálsamo que hará de ese final lógica consecuencia de la propia vida.
         Es allí cuando el breve aunque intenso recorrido de la poesía del peruano comparte con muchos de los poemas de Urondo una fundamental y definitiva certeza, ésa que asegura que: “Con toda la vida por delante/ sólo queda pensar en la muerte.” (S, 375).
         Luego de un viaje por la Unión Soviética , sobre el que el autor compone un puñado de poemas más bien descriptivos, Heraud emprende un viaje a Cuba con una beca para estudiar cine. A partir de allí, y como ocurriera con no pocas obras literarias latinoamericanas, su poesía no logrará desprenderse de una nueva y preponderante temática. “Algunos preguntarán ¿de qué/ se trata, qué ha pasado?/ Nada ha pasado./ Un día conocí Cuba./ Conocí su relámpago de furor/” (“Explicación”. Poemas de Rodrigo Machado. Heraud; 1989: 243)
          En el caso particular del joven poeta peruano, sí puede aventurarse la idea de que es recién en el momento en el que los elementos de sus poemas iniciales (cuesta definirlos como “de juventud” tratándose de un autor muerto a los veintiún años) se cruzan y se vinculan con la experiencia que le otorga su compromiso militante, cuando encuentra una justa medida entre los elementos primigenios de su poesía (el río, la muerte, el amor) y los nuevos temas que vienen de su descubrimiento de la experiencia guerrillera con la que se ha comprometido. Es en esos últimos momentos cuando compone poemas que, al mismo tiempo, logran una lúcida reflexión sobre la propia experiencia creativa y la práctica militante:  

“…nunca sabremos/ si somos hombres tan sólo/ del pasado o si vivimos/ sólo para el futuro, o si/ sólo para el actual momento./ (…) un descanso/ es siempre perder un poco de/ muerte, (…) el amor es siempre el río, (…) O quizás mi amor me estará escuchando,/ y así renovará mis palabras y mi sangre,/ y yo seguiré escribiendo hasta el final.” (“Arte poética”. Heraud; 1989: 225)

La obra de Francisco Urondo, aunque en sus últimos libros la experiencia política ocupe un lugar de notoria importancia, transita por múltiples búsquedas formales y temáticas entre las cuales cuesta decir que la política ocupe un lugar mayor que, por ejemplo, la de la propia subjetividad del poeta. De todas formas, y dando por hecho el conocimiento de los múltiples matices que la poesía de Urondo ofrece, siendo uno de sus principales valores, también allí encontramos una singular presencia de dos de los temas sobre los que la poética de Heraud volverá una y otra vez hasta el final de su recorrido: la figura de la muerte y el compromiso político, que aparecen en este orden y, también en Urondo aunque con un grado de complejidad mayor, son resignificados mutuamente en sucesivas ocasiones.
          En uno de sus primeros libros, Nombres, Urondo compone uno de sus más bellos poemas en el que precisamente uno de los ejes es el mentado tema de la muerte. Se trata del poema “Algo” en el que el poeta escribe:


“con tu muerte/ algo vendrá/ algo que jamás sacudió/ tu conciencia/ (…) no estará en juego/ tu salvación/ tampoco el olvido/ ni el arrepentimiento/ (…) con tu muerte/ vendrá una nueva/ y desconocida vergüenza” (N, 152/3).  


          En varios de sus primeros libros vuelve a aparecer este tópico, aunque sin embargo no ocupará jamás el lugar de privilegio que sí tiene en la obra de Heraud. Ocurre que en la obra de Urondo, y es necesario volver a aclararlo, el recorrido es mucho más extenso y más complejo. Tengamos en cuenta que recién en los poemas compuestos y publicados en la década del setenta podemos hablar del protagonismo de la política y la experiencia militante en muchos de sus versos. Para llegar a ese punto Urondo atraviesa, a diferencia de Heraud, más de quince años de incesante trabajo con la poesía y la literatura, años intensos en los que se suceden diversas búsquedas, fraternidades y pertenencias estéticas que hacen de su obra un entramado mucho menos lineal y acotado que la del poeta y guerrillero del Perú.
          Como señalan con claridad las miradas de Prieto y de García Helder sobre la poesía de Urondo, en el poeta santafesino se pueden observar las marcas de toda una generación. Inicialmente, y en los primeros momentos de su obra, compuesta en simultáneo con la de otros escritores santafesinos como Juan José Saer y Hugo Gola, bajo la mencionada e influyente presencia de la obra poética de Juan L. Ortiz, la voluntaria construcción de un “imaginario poético centrado en lo que Saer después llamará ‘la zona’ (el litoral con sus ríos, riachos, playas, patos, juncos, de origen orticiano), pero resuelto técnicamente no a la manera de Ortiz, sino de un modo más cercano a la práctica invencionista, con notoria influencia de los poetas italianos” (Prieto, 2006: 388). Recordemos que el “invencionismo” es aquella vertiente poética tomada de poetas italianos como Giuseppe Ungaretti o Eugenio Montale (traducidos por los miembros de la revista Poesía Buenos Aires) en la que se privilegia la imagen frente a la metáfora y en la que también prima la síntesis y la brevedad, la condensación, diríamos, por sobre los versos extensos y generosos.
          Es interesante observar que en esos poemas esmirriados, compuestos con apenas una o dos palabras por cada línea de verso sí se privilegia –como en los primeros poemas de Heraud– la observación de la naturaleza, la poetización de las estaciones y los elementos como el agua, el aire, la tierra. Todo el tramo final del libro Lugares, que precisamente lleva por subtítulo “Breves”, está reservado a estos poemas escuetos y delicados: “buscaba/ infructuosamente/ una rosa/ en el fuego/ líquido/ de la/ tarde” (L, 119).
          Luego vendrá la pertenencia y la apropiación de la gran ciudad, que en su voluptuosidad y en su incesante proliferación de imágenes, frases, fragmentos de tangos, nombres de calles y lugares será atrapada por largos poemas de Urondo en los que el narrador parece convertirse en un flaneur que se deja arrastrar por la urbe y sus palabras. Esta búsqueda estética alcanza tal vez su punto más alto en el poema “B.A. - Argentine”, que está dedicado a Clara Fernández Moreno y tiene notorias reminiscencias de aquel otro poema tan representativo para los poetas del sesenta como es “Argentino hasta la muerte”, de César Fernández Moreno.
          En ese texto, Urondo se aleja definitivamente de la condensación y la lírica despojada de los libros anteriores para apropiarse de una poética mucho más opípara con las imágenes urbanas. Así, el poema “B.A. - Argentine”, nos lleva a:
          

“subir los peldaños del bar la escalerita/ salir sometida de tucumán/ buscando el norte/ para el lado de retiro/ y trepar por los vapores de la cortada tres sargentos/ y bajar a los grill de los hoteles de raza/ o sumergirse en 25 de mayo/ como los peces en la soltura abatida del agua…” (L, 189).  

El trabajo con el realismo a partir de la poesía, sin alejarse de un lirismo que a esta altura ya es una de las características más fuertes de la voz poética de Urondo, logra en “B.A. - Argentine” uno de los puntos más altos no sólo en comparación con el resto de su obra poética, sino también al ser puesto en paralelo con la poesía de toda la generación del sesenta (3).
          Este recorrido será retomado y ampliado en casi todos los libros que Urondo publica durante aquella década, alcanzando tal vez su grado mayor de fuerza poética en el poema-libro Adolecer, en el que el espacio que se recorre no está limitado por la gran ciudad y sus interminables recorridos, sino que será el país todo; aunque no solamente en su extensión espacial sino también en la temporal, al moverse con facilidad por la historia del país que es puesta a dialogar con el presente tan subjetivo desde el que se la convoca (4).
          En este largo y complejo poema, la propia vida es puesta en juego como materia poética a partir de un recorrido personal que es también una subjetiva historia de las lecturas y de la patria (5). “Soy como este país, como este tiempo, tengo/ su forma, su decadencia; nunca/ podré quitármelo/ de encima;” (A, 312). Y de la salida de la adolescencia, de la asimilación de la propia vida al entorno (sea este la geografía o la historia de un país) que también reconocemos en Heraud –recordemos el “yo soy el río…” del poeta peruano–, pasamos a un Urondo que juega con un sinfín de nombres propios y que ordena escenas de la historia argentina como una sucesión de “adoleceres” constitutivos de la condición que el poeta le otorga a la patria:  

 “Francisco Ramírez y su mujer vivían/ como adolescentes en un país/ que recién despertaba de la adolescencia, no/ atinaron demasiado, pero sufrían/ de un mal incurable, por aquellos años/ y por estos: adolecían/ sin remedio.” (A, 325).  

Este poema-libro que señala uno de los puntos más altos de la voz poética de Francisco Urondo es tomado por Tulio Halperín Donghi como una importante referencia de una generación que fue testigo en su infancia del desencanto con la “república imposible” en la década del primer fracaso del radicalismo y la llamada “década infame” que lo sucedió. A través de un delicado entramado que combina la anécdota subjetiva, la historia personal de un hijo de clase media ilustrada y las primeras imágenes que anticipan esos antagonismos que en la adultez se volverán insoslayables, Urondo vincula en su poema algunos de los momentos que el historiador destaca como centrales para entender la historia política del siglo XX argentino y del compromiso de una de sus generaciones protagónicas.
          Del niño que ve a “los caudillos/ parientes sacados de los cuartos oscuros/ con un máuser entre las paletas y mi madre/ grita, porque es/ su hermano el que sangra por el cuello/ y finalmente salva su vida y nadie dice nada” (Halperín Donghi; 2005: 327), ese mismo que luego vive el estupor por el asesinato del General Risso Patrón en 1940 y recuerda que fue testigo de un Braden “sentado a la diestra del sitial/ de los próceres coloniales, hendido/ en la adolescencia, clavado en el mismo patio/ de un Colegio donde detonaron las primeras armas” (Halperín Donghi; 2005: 327), armas que comenzaban a dividir las aguas del país, al adulto que luego, algunos pocos versos de por medio, reconocerá que “faltaba decepción todavía, pasional lucidez, era antes de la sangre de los plátanos de Guatemala”, que también recibiría “el mareo que movió/ el mundo y puso todo en orden/ desconocido, y dejamos de conformarnos”.  Semejante itinerario en un mismo poema, en una misma vida.
          No es menor el periplo generacional que Urondo, nacido en el mismo comienzo de la década infame que Halperín Donghi revisa y en el seno de una familia de clase media profesional, traza con su poema y que lo lleva, como en la vida, del temprano desencanto con la inacción ante la violencia política de la década del treinta, a la idea de extremos enfrentados en los cuarenta y al propio reconocimiento del lugar que la política ocupó en su vida luego de las experiencias que tuvieron ubicuidad en el caribe pero cuya onda expansiva alcanzó el continente todo.
          El río, la muerte y una extraña sensación de adolescencia perpetua en la que la poesía de Javier Heraud quedó atrapada por la tan temprana muerte de su autor, son algunos de los tópicos que en muchos puntos se pueden encontrar en varios de los momentos de la obra de Urondo. Pero, como anticipábamos hace un momento, hay un punto de llegada que comparten los dos escritores y que se ubica, en ambos, hacia el final de su recorrido literario.

El compromiso con la poesía
Como se viene anticipando desde el inicio de este texto, el punto de mayor cercanía entre los diversos –así se los observe en extensión o en complejidad– recorridos poéticos de Urondo y Heraud, es el de su compromiso activo con procesos revolucionarios y la particular manera de dar cuenta de ello, el personal modo de incorporar esa decisión a una producción poética que no abandona sus preocupaciones estéticas pero que asume los avatares de la militancia como materia de sus poemas.
          La interpretación que le daremos a esta manera que tiene Urondo de incorporar la temática político-militante en su obra poética –ya madura hacia finales de la década del sesenta–, tendrá que ver con esa diversidad estética que se le reconoce. Así como Urondo transita por varios de los grupos poéticos más significativos de las décadas del cincuenta y del sesenta sin por eso caer en contradicciones o en un estilo que carece de personalidad, vemos cómo en este nuevo momento, una vez más, el poeta santafesino hace propios una serie de temas y preocupaciones muy difundidos entre los intelectuales que se habían acercado a las experiencias políticas revolucionarias.
          Del mismo modo que en los cincuenta o sesenta los cambios de tono, de estilo, de forma y de temáticas en las poesías de Urondo daban cuenta de sus diversas inquietudes literarias y, sobre todo, de la vastedad de sus lecturas a través de las cuales el autor configuraba sus propios versos, en este último tramo de su recorrido literario el gesto es de apropiación de una serie de imágenes y temas con las herramientas de un vocabulario y un lenguaje que le es absolutamente propio y que lo definen como autor. Si hasta aquí la literatura conocida y referenciada era la herramienta a través de la cual el poeta se apropiaba de la realidad, ahora su propia poética (que también es su mapa de la literatura) le sirve como un instrumento a través del cual trabajará con la política como tema (6).
          Al dar cuenta del nuevo giro que la poesía de Urondo tiene hacia finales de los ’60 y principios de los ’70, Daniel García Helder señala que “en Poemas póstumos (1970-1976), se asume plenamente como integrante de una reflexión colectiva sobre América latina y el panorama internacional (…) la actualidad nacional e internacional, los hechos colectivos, las noticias, adquieren una presencia mucho mayor que en otros libros y disminuye proporcionalmente lo personal, lo que es particularmente importante en una obra que hasta entonces se presentaba en buena medida como una revisión crítica de la propia existencia.” (García Helder; 1999: 231). Aunque esta lectura es absolutamente posible, cabría preguntarse si la presencia cada vez mayor de esos hechos, esas noticias y esa reflexión colectiva en la personal voz poética de Francisco Urondo no sigue siendo consecuente con una obra que, como bien dice García Helder, hasta allí siempre se había presentado como “una revisión crítica de la propia existencia” y que en este nuevo giro no hace otra cosa que revisar la militancia como parte de esa existencia personal, como un nuevo elemento que ha ingresado a la propia biografía. La poesía no habría cambiado, en este caso, sus intereses, los que han cambiado son los intereses del poeta.
          En este idéntico sentido, cuando Heraud ponía en juego la pregunta “¿qué ha pasado?” y respondía –como lacónica y única explicación en un poema que, precisamente, se llamaba “Explicación” – “nada ha pasado./ Un día conocí Cuba./” (Heraud, 243), lo que se pone en el centro es que quien ha cambiado es el “yo que escribe”, el que articula los textos, sin que eso implique desatar ninguna contradicción hacia el interior de una obra que bien puede seguir trabajando, como de hecho lo hace, con sus elecciones temáticas y formales a las que ahora les incorporará esa nueva mirada tan propia de la poesía entendida como arma de militancia.
          Pareciera, entonces, que tanto en las figuras de Heraud como de Urondo se hubiera resuelto (en el caso del primero aun antes de que se desaten los términos mismos de la polémica que fue posterior a su muerte) aquello que Silvia Sigal llama “el complejo problema de la relación entre una vanguardia estética y una vanguardia política”. Para la autora, esta relación, que no estuvo despojada de gran conflictividad durante el paso de la década del sesenta a los setenta, parece resolverse “por medio de la conjunción de ambas en la persona del intelectual: la innovación literaria de Cortazar (o de Tucumán arde, poniendo los medios audiovisuales más sofisticados al servicio de propósitos políticos) tomaba, a título de garantía de la autonomía cultural de la obra, las posiciones revolucionarias del autor.” (Sigal; 1991: 197). En idéntico sentido podemos pensar que un intelectual como Urondo también logró reunir ambas vanguardias en la elaboración de una obra que ya tenía una línea estética propia y que también contaba con la fuerte presencia articuladora de su persona.
          Al vislumbrar la particular apropiación de la estética de la “poesía militante”, que queda subsumida en la voz estética de Urondo, nos fundamos en las propias convicciones del poeta cuando afirma: “no quiero sugerir la necesidad de olvidar o ‘superar’ todo el aporte y la experiencia que brindaron el surrealismo y el invencionismo entre nosotros. Prefiero que estas tendencias sean incorporadas, más que olvidadas o ‘superadas’ para estar en condiciones de seguir adelante, de obtener conciencia sobre nuestro proceso artístico y sobre el ejercicio poético que nos atañe.” (Urondo, en García Helder; 1999: 226). No es descabellado, entonces, suponer que algo similar se propuso al desplegar una original poética que contenía los comunes tópicos de la militancia pero que los incorporaba desde su personal universo literario.
          Algunos de los tramos más inquietantes de la poética de Urondo aquí citados dan cuenta de esa singular aprehensión que hace el poeta santafesino de la estética militante. Lo que prima y lo que continúa organizando su poesía es la fuerte conciencia artística, que no entra en colisión con su cada vez más preeminente conciencia política. Como asegura García Helder en su aporte a la Historia Crítica de la Literatura Argentina dirigida por Noe Jitrik, “en los varios modos de mentar la revolución que registra Del otro lado puede verse cómo la creciente conciencia política de Urondo no genera contradicciones a su conciencia artística: la moral revolucionaria no anula el hedonismo pequeñoburgués, según lo expone claramente en ‘La pura verdad’, donde profetiza que verá la revolución, ‘el salto temido y acariciado’, pero no descarta ‘la posibilidad de la fama y del dinero’. Este es uno de los rasgos fundamentales de la obra de Urondo: esa amalgama de franqueza vitalista, compromiso político y experimentación artística.” (García Helder; 1999: 230).
          Lo que conforma entonces Urondo, siguiendo ahora la lectura de Martín Prieto, es una poesía que prosigue con sus búsquedas “contra todos los presupuestos de la poesía militante” y que nunca se desprenderá de “su base imaginativa, liberada de la pura presión referencial” que lo caracteriza como autor que ha alcanzado una madurez poética difícil de borrar. Tomando la hipótesis de García Helder, Prieto asegura que una de las características más singulares de la obra del autor de de Poemas Póstumos es que logra conformar “esa original ‘amalgama de franqueza vitalista, compromiso político y experimentación artística’ a partir de la cual construye una de las manifestaciones poéticas más destacadas de la segunda mitad del siglo XX.” (Prieto, 2006: 391). Lo interesante de estas lecturas sobre la obra de Urondo es que ponen en escena de qué manera esta particular poética, en lugar de anular la discusión sobre la supuesta contradicción entre vanguardias artísticas y vanguardias políticas que alcanzó ribetes tan ásperos en los setenta, logra convertir esa dialéctica en materia propia de su literatura.

Últimos poemas, últimas batallas
Cabe ahora preguntarse qué sucede con los últimos poemas de Heraud, a los que también podemos definir como “de batalla” si nos guiamos por el grado de compromiso que tenía el poeta y por su manera de abordar la poesía política. Para ello nos remitiremos a uno de sus últimos poemas, cuando había asumido para la producción literaria la identidad de Rodrigo Machado, seudónimo o heterónimo que el mismo autor define como “poeta y guerrillero” y sobre el que en una breve explicación anticipa que podría morir preguntándose si esta figura “¿Se quedará en algún monte regado con una bala en el cuerpo? ¿Seguirá de viaje a la esperanza o lo enterrarán en el lecho de algún río, entonces enteramente seco? (…) Porque en el río está la vida de un hombre, de muchos hombres, de un pueblo, de muchos pueblos.” (Heraud, 239).
          Vemos allí de qué modo en las últimas batallas de su poesía se combinan aquellos elementos de siempre, de los primeros libros, con esa voz plural que es característica inconfundible de la poesía militante. Combinando las preocupaciones sobre la poesía con el entusiasmo reciente por la militancia y la revolución (aquí también, como en otra “explicación”, la que refería al cambio que significó el conocimiento de la experiencia cubana, Heraud habla de “relámpago”), el joven poeta peruano elabora versos que denotan un grado de madurez y de reflexión sobre estas dos cuestiones poco usuales en un recorrido creativo tan breve.  

“En verdad, en verdad hablando,/ la poesía es un trabajo difícil/ (…) conforme pasa el tiempo/ y los años se filtran en las sienes,/ la poesía se va haciendo/ trabajo de alfarero,/ arcilla que se cuece entre las manos,/ arcilla que moldean fuegos rápidos./ Y la poesía es/ relámpago maravilloso,/ una lluvia de palabras silenciosas,/ un bosque de latidos y esperanzas,/ el canto de los pueblos oprimidos,/ el nuevo canto de los pueblos liberados./ Y la poesía es entonces,/ el amor, la muerte,/ la redención del hombre.” (“Arte poética”, Poemas de Rodrigo Machado. Heraud; 1989: 252)

Pareciera que la voz poética que reflexiona sobre el arte de la composición con palabras también ha llegado a cierto punto en el que su poesía, entre sus imágenes más personales, también ha incorporado a la pluralidad de los “pueblos” y a los muchos “hombres” que aparecen en estos fragmentos. Aunque lo más llamativo de estos extractos –sobre todo del que sirve de presentación al heterónimo de Rodrigo Machado asumido por Heraudes con qué claridad vuelve a aparecer la imagen de la propia muerte como posibilidad cada vez más cierta y en un escenario imaginado tan parecido al que luego, poco tiempo después, le serviría de marco a la trágica muerte del poeta.
          La misma certeza se presenta en los últimos poemas de Urondo. Más que como un destino, mucho más que como un final heroico, esa certidumbre sobre el propio destino trágico se explicita despojada de toda épica, de todo drama existencial y es presentada casi como algo que despierta intriga, enojo y hasta cierto desdén por la insignificancia que se asume en el propio final. Para graficar esto elegimos tres momentos de sus últimos poemas, los dos primeros pertenecen al último (y premonitorio) libro de poemas que Urondo logró terminar y editar, Poemas Póstumos; el restante es uno de los menos difundidos poemas del libro inconcluso Cuentos de batalla.

“tengo/ curiosidad por saber qué cosas dirán de mí; después/ de mi muerte (…) saludo a todos, me tapo/ la nariz y me dejo tragar por el abismo./ (“No puedo quejarme”. PP, 437)

 

“apenas me siento una memoria/ de paso. Mi confianza se apoya en el profundo desprecio/ por este mundo desgraciado. Le daré/ la vida para que nada siga como está.” (“Solicitada”. PP, 458)

Tanto en “No puedo quejarme” como en “Solicitada”, estos temas abordados habitualmente con tanta gravedad, como la muerte y el compromiso político, son tratados con una tranquilidad que no se condice con la retórica amplificada y a veces incluso crispada que la pertenencia a experiencias radicalizadas de militancia política parecían imprimirle a la literatura producida desde su seno. En el primer poema de esta dupla, la entrega a la que está dispuesto el poeta es casi un abandono, no una declamación altisonante. Eso es posible porque ese abandono, esa vacilación y curiosidad por conocer, por vivir e incluso por saber cómo será la propia muerte, es absolutamente consecuente con la poética que durante los veinticinco años previos Urondo ha venido construyendo, en el marco de la cual un discurso plagado de certezas y verdades absolutas generaría un notorio ruido.
          Durante gran parte de su obra previa, Urondo había hecho propio el “típico interrogante existencialista y sesentista que puede formularse como ‘qué hace uno de su vida’”, esa pregunta, esa búsqueda de respuestas era lo que lo llevaría por múltiples búsquedas poéticas y la que parece empujarlo a revolver en la realidad de la poesía y en la otra, la más cotidiana, para luego dar cuenta de esa pesquisa incesante en sus verborrágicos poemas de los sesenta. Sin embargo, esa inquietud por encontrar respuestas parece haberse agotado y tenemos la sensación de que la voz poética ha logrado “encontrar cierta serenidad en la decisión de arrojarse a la historia colectiva” y en este momento se “considera sin énfasis la alta probabilidad, casi la certeza, de su muerte inminente” (García Helder; 1999: 232).
          En el segundo poema, que mantiene en gran medida el tono de los otros versos citados, la confianza alcanzada no se sostiene en la certeza de contar con verdades definitivas, no nace de una positiva decisión de embarcarse en la lucha, sino que surge del explícito desprecio, tal vez de la duda y la búsqueda que ha caracterizado su poética. Y esa elección estética, la que hace que la confianza que moviliza al sujeto del poema esté fundada en el negativo desprecio y no en nobles razones y valores, nos muestra que aún cuando Urondo no se aleja de estos temas tan propios de su generación, los aborda a través de una conciencia estética que nunca será puesta en un lugar subordinado al contenido que se intenta movilizar.
          Si en el centro de la aparente contradicción entre la práctica militante y la práctica artística se encontraba “la asunción, difundida por igual entre políticos y artistas, de que jamás los méritos del arte igualarían a los de la revolución” y esa convicción “se tradujo en una especie de permanente sensación de déficit frente a la magnitud de la lucha colectiva” (Gilman; 2003: 355), en las composiciones de Urondo parece afirmarse que los méritos del arte pueden poetizar la revolución sin que esto signifique desatender el compromiso asumido con  la lucha. Ese que hace posible decir, con bellas y justas palabras: “Le daré/ la vida para que nada siga como está.”
          De todas formas es en el tercer momento de estos últimos versos de Urondo donde encontramos ese gesto tan personal. Es allí donde el poeta no elude la posibilidad de convertir en materia literaria la propia caída desde un lugar más cercano a su personal manera de insertar su poesía con una lectura atenta e inteligente de la historia precedente de la literatura argentina. Ese es el juego que propone en uno de sus últimos poemas recuperados luego de su muerte:

“La partida que vino a/ buscarme tenía mucho/ miedo pero no dio tiempo/ a nada, a manotear una sola arma./ Lástima que entre ellos no/ había un solo Sargento Cruz,/ sino más bien cobardes,/ torturadores, violadores,/ cada uno empuñaba una/ buena arma larga./ Lástima de Cruz y lástima de/ don Martín que tampoco/ estaba./ No hay de qué quejarse,/ entonces.” (“Autocrítica”. CB, 467)

Este último poema citado –que transcribo completo– da cuenta de eso que García Helder define, al referirse a los versos escritos desde la clandestinidad, como “una de las síntesis más logradas que conozca en poesía argentina de contenidos ideológicos y conciencia artística” (García Helder; 1999: 232).
          En primer lugar el título del poema tiene enormes resonancias con una acción que por esos años de clandestinidad era, al mismo tiempo, requerida y desdeñada en el seno de los movimientos revolucionarios. No es menor, entonces, que Urondo elija ponerle “Autocrítica” a un poema que tematiza la propia muerte y la imposibilidad, en el final, de esbozar alguna queja.
          El poema vuelve, una vez más, al tema recurrente de la propia muerte, sólo que aquí se escoge un escenario incierto, por demás literario, en el cual no sabemos con certeza si esa “partida” que viene a buscar al yo poético pertenece a los verdaderos y temidos enemigos del yo que escribe en la lucha política (que se los defina como “torturadores, violadores”, parece indicarnos que así es) o sin embargo se trata de esas otras partidas tan propias de la historia de la literatura argentina (“Lástima que entre ellos no/ había un solo Sargento Cruz,”).
          Es en estos gestos poéticos de Urondo donde se hace evidente una apropiación inversa a la de los poemas que fueran adjetivados por su condición de textos militantes. En la poesía del santafesino, aun en estos últimos poemas póstumos escritos en esos años en los que la militancia prácticamente lo ocupaba todo, es la literatura la que engloba la propia muerte y el compromiso político. Como si la historia de la literatura argentina con la que toda la obra de Urondo dialoga durante un cuarto de siglo fuera el territorio elegido para el final, en este poema en el que Cruz y Martín (Fierro) son nombrados como lamentadas ausencias, la propia caída parece querer ser más un nuevo episodio de la literatura argentina que un avatar del propio recorrido subjetivo del poeta.
          Aun en sus últimos poemas, compuestos desde la clandestinidad obligada por la situación política circundante, aun cuando la certeza de la propia muerte y de la derrota se hace cada vez más presente, el poeta se permite jugar, una vez más, con el propio devenir entrelazado con la otra historia a la que siempre su voz pareció haber aspirado, la historia de la literatura argentina.
          Si es cierto, como señala Claudia Gilman, que “el compromiso fue (…) uno de los aspectos centrales de ese arte de vivir en la época” y también que “la inseparabilidad vida/obra tiene sin duda una tradición vanguardista” (Gilman; 2003: 148), será justo entonces pensar, al final del recorrido, que en el centro de dos vanguardias que en muchas ocasiones no lograban congeniar, pero en su poesía habían encontrado el modo de dialogar sin contradicciones, Urondo decidió que uno de los legados más profundos de su obra fuese aquel que nos asegura que el arte de morir por una idea no está sino en un plano de igualdad con el compromiso de vivir por la poesía.

Notas:
(1) “Los primeros poemas de Urondo también responden a esa doble tradición, a ese potente compuesto de representación más invención y resolución técnica ‘italiana’, que puede leerse, por ejemplo, en el poema ‘Ojos grandes, serenos’ de su libro Historia antigua, de 1956, o, sobre todo, en el poema “ 5” , de Breves, de 1959, donde la temática orticiana (el monte, la cañada, los pájaros) y la mirada, también orticiana, en tanto impresionista, difusa y leve, está resuelta formalmente no con los recursos de Ortiz, sino con lo de la nueva poesía italiana: “el secreto/ de las/ ramas/ vacías/ era/ anaranjado/ las/ cotorras/ no/ eran/ rojas”. (Prieto, 2006: 388/9).
(2) Lo que debería mencionarse, en contra de la supuesta contradicción tan mentada en la época, es la relación fuerte y dialéctica que en algunos autores se establece entre su prosa periodística o de investigación y sus ficciones. El caso de Rodolfo Walsh es paradigmático en este sentido. Sobre todo si tenemos en cuenta que es en aquel período, que Walsh juzga de manera negativa, cuando produce cuentos como “Esa mujer”, que no sólo presentan un enorme valor literario, sino que, como bien señala Eduardo Jozami, tendrá una considerable influencia en el modo en el que la literatura argentina trate a la figura de Eva Perón.
(3) “Con ‘B.A. – Argentine’ Urondo logra uno de los primeros frutos consistentes de la poesía argentina que pueda calificarse de realista en la segunda mitad del siglo XX (…) Lo político-social, apenas velado, también empieza a asomar: ‘era el sudor corrompido por una riqueza que faltaba/ y que no quisieron distribuir’” (García Helder; 1999: 228/9).
(4)“Contar la patria y el devenir personal en sintonías y paralelos como una sucesión de crisis de madurez diferida, renuncias y renuncios recurrentes, agachadas e inminencias de resolución es la tarea que expone Adolecer –crecer con dolor, los tirones, los desgarrones de adentro y de afuera–, es el plano minucioso, la visita guiada por las interrogaciones propias y comunes, las cuestiones de búsqueda de sentido (se usaba, entonces) que Urondo estaba planteándose, resolviendo dentro y en los bordes del poema, siempre de parte de la vida, que es “lo mejor que conozco”, según dijo”. (Sasturain; 2006).
(5)“El itinerario (…) que Francisco Urondo traza en “Adolecer”, un extenso poema compuesto en 1965-67, en el que integra un esbozo de autobiografía con uno de historia nacional y aun mundial.” (Halperín Donghi; 2005: 326).
(6) “La iluminación de la vida por la literatura es, precisamente, un rasgo importante en Urondo, o, en otras palabras, en sus poemas el concreto mundo inmediato no cobra toda su dimensión si no es visto, al menos en parte, a través de las referencias literarias: el patrimonio de lecturas del sujeto del poema se convierte en un instrumento de aprehensión.” (García Helder; 1999: 229).

Bibliografía:
· HERAUD, J.: (1989) Poesía completa. Peisa, Lima, 1997. · GARCÍA HELDER, D.: (1999) “Poéticas de la voz. El registro de lo cotidiano” en Historia Crítica de la Literatura Argentina. Dirigida por Noe Jitrik. Tomo 10, “La irrupción de la crítica”. Emecé Editores, Argentina, 1999.
· GELMAN, J.: (1998) “Palabras”, en Urondo, Francisco; Poemas de batalla, Seix Barral, Argentina, 1998.
· GILMAN, C.: (2003) Entre la pluma y el fusil Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina. Siglo XXI Editores, Buenos Aires, Argentina, 2003.
· HALPERIN DONGHI, T. (2005) La república imposible. 1930-1945. Ariel Editorial, Argentina, 2005.
· JOZAMI, E.: (2006) Rodolfo Walsh. La palabra y la acción. Norma, Argentina, 2006.
· MONTANARO, P.: (2003) Francisco Urondo. La palabra en acción. Homo Sapiens, Rosario, Argentina, 2003.
· PRIETO, M.: (2006) Breve historia de la literatura argentina Taurus, Buenos Aires, 2006.
· SIGAL, S.: (1991) Intelectuales y poder en la década del sesenta. Puntosur. Buenos Aires, Argentina 1991. Colección La Ideología argentina. Dirigida por Oscar Terán.
· SASTURAIN, J. (2006) “Urondo marcaba en zona”. Diario Página/12, Buenos Aires, 28 de agosto de 2006.
· URONDO, F.: (2006) Obra poética. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2006.