La palabra recobrada
Hernán Sassi

Sobre Escritos en carbonilla (Colihue, 2006) y Los asaltantes del cielo. Política y emancipación (Gorla, 2006), ambos de Horacio González.

Letra que pregunta, que contesta, que vuelve a preguntar, sin llegar nunca a la respuesta fija, letra que sabe que es tautológica, que es finta, que acaso añada vanamente “una cosa más”, que no por eso abandona la busca: busca de lo otro que ya está escrito.

Silvia Molloy, Las letras de Borges

Estos dos libros publicados casi al unísono son fruto del mismo impulso de rescate de papeles perdidos por la injusticia del tiempo. En Escritos en carbonilla se recobran textos aparecidos en diferentes medios, por sobre todo periodísticos o en revistas culturales, y, en Los asaltantes del cielo. Política y emancipación se recuperan “libritos” –al decir del autor– escritos en los ´80 en su estadía en Brasil. Ambos nos muestran un González que podríamos tomar como antitético. En un caso, convocado por múltiples y disímiles temáticas, es el que conocemos desde hace años y a quien muchos esperamos ante el mínimo rumor de una inminente publicación, aquel de estilo colorido, desbordante y barroco en sus reflexiones. En el otro, concentrado únicamente en las figuras de Marx, Camus y en los episodios de la Comuna de Paris, se nos muestra con una escritura inhabitual, “académica”, con capítulos concisos y con una prosodia por momentos telegráfica.

I.
        Escritos en carbonilla, según su autor mismo confesara en la presentación del libro hecha allá por julio de este año en Torcuato Tasso, un acogedor club social ubicado a metros del mítico Bar Británico, es una compilación de textos que responden al tortuoso reclamo de editores que si ayer pedían un sesudo análisis del atentado a las torres gemelas o de las políticas de la memoria, y hoy otro sobre la violencia en el fútbol o la reedición de un libro incunable, seguramente mañana pedirán una miscelánea “sobre lo que le quieras, Horacio, pero escribí algo”. González, quien en esa ocasión admitía que no concibe escribir una palabra sin que un editor, un periodista, o las circunstancias le exijan hacerlo, como buen grafómano ha cumplido con creces con estos mandatos y, como bien vemos en esta recopilación que reúne textos de fines de los 90 a nuestros días, ha publicado todo tipo de artículos en revistas de corte político, cultural, universitario o de verdadera pasión ensayística, en catálogos de exposiciones plásticas y en diarios de diversa extracción política; y lo hizo con su mismo sello, con ese impulso aluvional que mueve desde siempre su escritura.
        
En referencia a estos urgentes textos “a pedido”, desatinadamente solemos considerar a los artículos escritos al calor del presente, a las misceláneas o a las crónicas de circunstancia como un arte menor o un mero momento de distensión de una conciencia poética, filosófica o sociológica, que sería lo mismo en este el caso. Como algunas páginas de Mansilla, Arlt, Macedonio o Borges, Escritos en carbonilla viene a dar por tierra con esta vana creencia que tiñe de sospecha las bondades del arte periodístico, tanto como lo sospechaba su autor, a pesar de que luego –para agrado nuestro– se sometiera a sus rigores y ocultos encantos.
        Como recién rescatados de un arcón y ordenados según una caprichosa lógica temática, se incluirán aquí artículos sobre el cine nacional y latinoamericano, literatura argentina, actualidad política vernácula e internacional, sobre nuestra maltrecha universidad, siempre agonizante y a la vez en marcha; e incluso, con un tono más bien antagónico al del apóstata Sebreli, sobre fútbol. Horacio González, además de abordar estos disímiles campos, escudriña las peculiaridades de los medios, los meandros de su lenguaje asaz grosero, transparente, falaz, y de los conjurados que operan desde sus sombras, así como los desafortunados vasos comunicantes entre publicidad y política. También encontramos inteligentes reflexiones, imaginarias ensoñaciones de un paseante urbano que, hermanado con Viñas –a quien le dedica un artículo– recala en la lectura de edificios públicos, nomenclaturas y monumentos urbanos como signos de la historia política argentina en continua renovación. Por ello, entre tantas cosas, reparará en los frontispicios monumentales, en edificios cuya funcionalidad ha sido transfigurada por el tiempo y los destinos públicos, en los ferrocarriles de antaño y de ahora o en detalles nimios en los que ve el derrumbe de un país. Pero también, como contrapartida, y aunque se muestre políticamente incorrecto frente al fenómeno de las asambleas del 2001, desdiciendo a un escritor a quien ama hasta el plagio, sostendrá que las multitudes argentinas piensan y actúan en consecuencia.
        Arlt, Walsh, Briante, fueron escritores que se ganaron la vida en el fragor del presente periodístico, viviendo ellos –y demostrándolo además en el ejercicio de esa profesión– en el tiempo mítico de la palabra. González igualmente, aunque habiéndose ganado la vida como profesor –como bien le gusta decir a él con humildad vicaria– más que como “articulista”, y sujeto –muchas veces con fastidio, otras con secreto regocijo– a los rigores periodísticos y hoy a los del funcionariato, también él vive en este tiempo. Y esto es claro en gran medida por ese estilo lunar que lo caracteriza, con el que encoleriza sobremanera a la plana académica.
         González produce un rechazo en el enclave científico-académico, no así entre los escritores, y esto es bien sintomático (las pocas críticas que he escuchado y leído provienen del mundo académico y no de verdaderos ensayistas o escritor alguno). Aquí, léase, en el campo de las ciencias sociales, los vindicadores del saber científico lo reprueban por literaturizar la sociología, allí, en el de la “ciencia” literaria, por entrometerse en el sacrosanto panteón crítico de las letras. Es que la escritura de González, pantagruélica como él mismo define la de R. Mejía, uno de sus maestros, es esquiva en grado sumo y escapa a todo claustro y todo corset clasificatorio, porque, entre otras cosas, está presta siempre a recurrir a un neologismo si en las palabras al uso no resuenan los ecos de la historia vivida, o de manera inversa, si ellas, ancladas en el pasado, ya no logran dar con la cifra del presente; y, está atenta también a los juegos de palabras y a los retruécanos que develan paradojas del mundo social. La intuición poética de González, su “filosofía literaria” como llama este autor a sus reflexiones, y como se hace evidente tras la lectura de Escritos en carbonilla, es más una forma del conocimiento que un artificio retórico, una simple acrobacia verbal.
        A propósito de estos recelos mencionados, los textos que componen Escritos en carbonilla no fueron escritos para quienes atestiguan haberse empantanado en textos laberínticos como La ética picaresca (1992) o quienes, tachando por sinuoso –en el mejor de los casos– o entreverado y pretencioso –en el peor– olvidan la honda densidad de textos como Restos pampeanos (1999) o La crisálida (2001). No perciben ellos –y ya si no lo hicieron hasta ahora, no creo que los persuada para hacerlo– que gracias a los pliegues inesperados de su prosa, a esa imaginación poética y fraseo tan suyos, pueden lograrse esos momentos únicos de reflexión filosófica, política, literaria y/o sociológica. Por ello de estos artículos quisiera atender al latido que palpita en cada palabra, en cada giro de su escritura.
        El de González es un caso particular en nuestras letras (sí, en nuestras letras), un exponente de esas rara avis que despuntan en toda disciplina y que las sobrepasan hasta hacernos olvidar que lo que tenemos entre manos es una crónica, un simple artículo publicado en una revista, un adusto tratado sobre la patria o el destino latinoamericano. Seré explícito. ¿Era Ramos Mejía sólo un sociólogo que escribía con un estilo glamoroso y envidiable? ¿Acaso Serge Daney era meramente un fino crítico de cine? Y Tulio Halperín Donghi, ¿es tan solo “nuestro gran historiador”? ¿O más bien son todos escritores que, interesados en distintas áreas de la cultura –sean éstas célebres obras cinematográficas, psicologías sociales o de un tiranuelo, o intrincados procesos históricos–, no pueden resistirse al arcaico dictado de las musas, y “se dejan ir”, y en ese irse con la letra a cuestas encuentran algo que no iban a buscar? Quizá sea por esto que González dirá de León Rozichner que “es filósofo porque es escritor”. Algo similar podríamos decir de quienes componen este arbitrario “seleccionado”. Todos son lo que son –críticos cinematográficos, sociólogos o historiadores–, porque antes o más bien durante, son escritores. Lo mismo sucede en nuestro caso. Este gran palabrista, como todos ellos, es antes que nada un escritor.
        Como todo escritor, como Oscar Wilde, Borges, Nabocov o su querido Sartre, cuando lee a un filósofo, a otro escritor, cuando interpreta a un cineasta, en realidad está hablando de sí mismo. Es por eso que él, artífice de una escritura llena de pálpitos y de arrebatos, del autor de Los siete locos dice que tenía “la ilusión siempre renacida de que la prosa adquiera los movimientos de un cuerpo vivo” y del estilo de León Rozitchner afirmará: “la finura expositiva, cierto aire barroco, de caracoleo de la frase sobre sí misma, al detenerse para ir a buscar un material que había dejado rezagado, de los tantos que acarreaba, para luego ir al desafío directo tirando una expresión con cierto sublime sabor a escaramuza de arrabal”. En la respiración de otro –y tanto él como nosotros lo sabemos– no está haciendo otra cosa que describirse a sí mismo.
        Conscientemente o sin sospecharlo, todo escritor reflexiona y explora los límites del lenguaje. González, convencido de que ahí, en esa “dimensión iluminante” como la llamaba un poeta, está la salvación y la caída, no se ocupa de otra cosa sino de auscultar y adentrarse en los lindes del lenguaje. Este último y sus desavenencias o empréstitos con la acción, la política, el cuerpo e incluso el silencio, es el tema de sus desvelos, y es aquel que recorre todas y cada una de las secciones que vertebran esta feliz edición. Y como era de prever, el lenguaje, como cerrojo o como maná, también fue uno de los temas brevemente apuntados en la presentación del libro precitada. Entre otras cosas, con ese tono monocorde y titubeante del González oral, sostenía que hoy se nos impone un lenguaje formateado por Internet, y ya sea éste o el de los medios masivos, en nuestros tiempos se nos impone un lenguaje que no tiene en absoluto nada que ver con las formas de la verdad.
        Su escritura es una búsqueda incansable, motorizada por una conciencia que sabe que lo importante está en el camino, en la exploración iluminante del lenguaje, no en la llegada. Por ello, en más de una ocasión González mira a contraluz una palabra, la sopesa, calcula sus alcances, presiente sus secretos; y desde ahí, desde la mirada posada en el humus desde donde sentimos y pensamos el mundo, en buena parte de los artículos de Escritos en carbonilla comienza el camino que conduce a lo nodal de un proceso social, de una impostura política, de una invariante histórica. Pero en estos casos sólo circunstancialmente recurrirá a su saber lingüístico para descubrir una raíz etimológica perdida, y cuando lo haga, a diferencia del docto Grondona, paladín de etimologías escolares que sirven para preservar todo orden, ahondará en las disonancias, en el cariz dramático de todo término. También se detiene a analizar cómo nuestro actual presidente lee el pasado, cómo pronunciamos River y Boca y qué resulta de esa molesta conjunción, cómo en un rosario de expresiones atadas a una acción se halla soterrado el artero móvil que les da vida y del que devine una posición ante la vida.
        Pero su estilo no sólo es un fiel reflejo de su modo de pensar. Como Proust, dando esas cinceladas volteretas retóricas, con sus viboreantes y alambricadas descripciones de un vívido sentimiento, de un recuerdo, de una anécdota cándida y hasta pueril, con ello nos llega –¿nos “pega”?– directo al corazón y nos emociona. Esta escritura que algunos tachan de ligera, de vano ejercicio lúdico, de mascarada estética, nos regala pasajes como este que si el necio rechaza por estetizante, desde aquí reivindicamos quizá por eso mismo, porque solo desde cierto encuentro con la palabra que la tome como lo que es, un fin en sí mismo y no un mero instrumento para un acerto “científico”, sólo desde ahí se percibe un perfil de la realidad distinto, a veces encantatorio como en este caso: “Cierta vez, en la calma vulgar de una mañana, vimos entornarse la puerta y alguien con medio cuerpo adentro profirió una frase: “el que no es de Boca no pertenece al género humano”. Y salió sin esperar respuesta. Las hojas de la puerta trepidaron dando la puntuación final a tal desmesura. Quizá la olímpica sentencia era un acuerdo misterioso, una advertencia remota, un crédulo desafío que deseaba resumir todo lo que un bar tolera respecto al verbo inflamado y a la vanagloria desmedida. Porque un bar antiguo es un museo de palabras y en su memoria volátil siempre es posible añadir un exceso más”.
        Sabemos que la editorial Colihue quiere preservar ese aire de inmediatez, de “registro en directo” del febril acto escriturario que siempre conserva todo texto de González, aunque la incontable cantidad de erratas de esta edición flaco favor le hacen, y antes que evocar esta vena literaria, más bien deslucen las calidades de estos excelentes escritos en carbonilla. Pero igualmente, aunque minen sus páginas, la escritura de González se sobrepone a ellas, y como nos ocurre frente a una pésima traducción en la cual intuimos que el original seguro “debe estar mucho mejo”, aquí también, atentos a sus ideas o a la musicalidad que en ellas despunta gracias a la sutileza de su autor, nos olvidamos de estas fugaces desatenciones del muy mal pago corrector, que en este caso estuvo ausente.

II.
        Según dicen, en su juventud Picasso era algo más que un diestro dibujante y pintaba arte figurativo como pocos. Cuando llegó a ser quien fue, a adquirir la estatura del genio, ya no podía ni quería pintar como antaño y ponía todo su empeño en dar siempre un paso adelante en su arte, imponiéndose nuevos desafíos cuando se sentía cómodo en una estética en particular. Y según cuenta la leyenda, su padre –creo que era su padre– murió añorando que ese eterno rebelde volviera a ser alguna vez el de sus trabajos juveniles, por supuesto, más comprensibles, y seguramente, más ingenuos. El hijo nunca pudo complacer al padre y aquel comienzo de correcto pintor no retornó jamás, aunque sirvió para demostrar a la humanidad toda que él podía pintar lo que le viniera en gana, pero lo que realmente quería era crear, y para ello –en su caso en particular– debía desaprender el impecable trazo académico que tanto sudor le había costado adquirir. Los asaltantes del cielo. Política y emancipación quizá sea el ejemplo de un tránsito similar al del pintor más importante del siglo XX y sirva también como muestra de que González, como cualquiera con dos dedos de frente y alguna lectura encima, puede escribir un paper académico (y por supuesto, no se malinterprete, los libros aquí incluidos son mucho, mucho más que esto), ese tipo de textos que algunos se ufanan con sólo catalogarlos como científicos.
        Estos tres libros incluidos en este volumen sorprenden a todos los que lo seguimos desde La realidad satírica. 12 hipótesis sobre Página 12 (1992) o El filósofo cesante. Gracia y desdicha en Macedonio Fernández (1995) a Filosofía de la conspiración (2004). Aquí encontramos un González desconocido. Aquellos que denostan su saber heteróclito e intuitivo, en estos textos a pedido para ser difundidos en círculos académicos tienen una muestra de un intelectual más “riguroso”, más “académico”. En estos libros de divulgación, aunque a ramalazos aparezcan sus fintas e iluminaciones poéticas, practicará una retórica que encuentra en el relato cronológico cierto mandala que guía esa trémula (por humilde, no por otra cosa) senda a la que nos tiene acostumbrados su pensar encarnado, siempre vibrante y esquivo. La de Los asaltantes del cielo es una escritura que ya presentía las futuras críticas a su estilo y en ella –como Picasso entonces–, en estos tempranos ejercicios, el escritor se adiestraba en la expresión justa y correcta. Aunque dejando atrás esta lectura un poco esotérica de nuestra parte, también podríamos tomar el carácter de estos textos como fruto de cierta precaución idiomática ante su condición de extranjería, esa ajenidad que impone otra lengua.
        Las tres estancias de este libro no serán “clases, charlas, oficios de profesor invitado”, como llamaba González a las conferencias dictadas en Francia allá por el 2002 y que fueron reunidas en Retórica y locura, clases cimentadas sobre la auténtica deriva de la escritura gonzaliana, la cual, insistimos, algunos ven como simples rizos, florituras, o peor, borrasca. Aquí no encontramos ese Dédalo lingüístico que monta arquitecturas verbales únicas, aquel que articula siempre algún deslumbrante laberinto retórico que dé con lo central del tema abordado y no entrevisto por otros. No. Como se dijo, tenemos un González desconocido, más “depurado”.
        Son tres textos referidos a “la época de de las ideologías”, como las llama en un pasaje González citando a Camus. En el primer capítulo, “Marx. El recolector de señales”, desgrana un momento nodal en la vida del filósofo alemán y se detiene en cuánto de esa vida late en sus textos. Muestra a Marx, un intelectual de posiciones contundentes, cercado por las dudas –sólo disipadas gracias a la escritura periodística y al estudio severo–, y se centra en el prefacio de la Contribución a la crítica de la economía política (1859), texto en donde decide escribir su biografía intelectual. Incluye, sobre todo, una sutil lectura crítica del 18 brumario y una nueva reflexión sobre esa embustera que rige los destinos de la historia, la astuta razón. Y además recalará en un tópico ya mencionado aquí, el cual siempre ha obsesionado a González, que en este caso recoge de Marx y sobre el que volverá en el segundo capítulo, el libro sobre Camus: el dramático desajuste entre las palabras y las cosas.
        En “La comuna de París. Los asaltantes del cielo”, registra los hechos trascendentes de la Francia revolucionaria de entonces hasta el estallido en París. Aquí analizará las repercusiones ideológicas e históricas, la respuesta revolucionaria y de cambio radical ante ese momento único de la Europa del siglo XIX, opuesta a la réplica rebelde encarnada por Camus, a quien se dedica en el tercer y último capítulo en el cual encontramos las más bellas y enternecedoras páginas de todo el libro. En este último caso, como lo había hecho con Marx –y aquí con una construcción cinematográfica, como bien señala Gabriel Cohn en el prólogo de este volumen–, retoma los ripios y las rimas entre vida y obra. Recorre el descubrimiento del mito como una fuente proteica que se metamorfosea en cada obra del autor de El extranjero, las reverberaciones del mundo camusiano que muestran un sutil equilibrio entre lo trivial y lo trágico, el fuego cruzado con Sartre, y su devoción por Faulkner que, según aquel hombre rebelde, fue quien supo encontrar “el lenguaje de la tragedia moderna”.
        Para cerrar entonces, reafirmemos que bien vale la pena leer Los asaltantes del cielo. Política y emancipación ya que, a diferencia de los textos reunidos en Escritos en carbonilla, esta es la crisálida, el capullo de su estilo, el cual aquí solo estaba latente.