Confesión
y circuncisión: San Agustín en Derrida
o
¿de qué sirve el amor que no se confiesa?
Mónica B. Cragnolini
¿Para qué escribir
una confesión? Tal vez la respuesta a esta pregunta sea
la misma, o similar, a la pregunta del para qué escribir
un libro, a lo que Agustín y Derrida quizás contestarían:
por amor, para amar más.
Pareciera entonces
que el amor y la confesión deben estar juntos. Derrida
se pregunta de qué sirve el amor que no se confiesa, o
si hablar de amor no es ya hacer una declaración de amor.
Quizás todo amor tiene algo de confesión. Sin embargo,
en toda confesión también hay un resto de inconfesabilidad,
algo que se resguarda de la supuesta posibilidad de decir todo,
o transparentar todo.
El modelo
de la confesión pareciera remitir a la subjetividad encerrada
en el ámbito de la interioridad que se clarifica (a sí
o a un otro) sus estados, retrotrayéndolos al espacio de
la conciencia. Sin embargo, más que de intento de clarificación,
tanto en las Confesiones de Agustín como en la
de Derrida, se trata de una cuestión de amor (amor que
siempre supone una opacidad que se resiste a todo intento de transparencia).
Una restancia queda en las confesiones, algo que resiste, un inconfesable
que desafía todo intento de “verdad”.
Tal vez
lo que hagan visible las Confesiones agustinianas sea
esto: la necesidad de decir el amor, y el modo en que en ese decir
se patentiza la alteridad. Como resto inconfesable y opaco.
San Agustín
con sus Confesiones, Derrida con su Circonfesión
dan testimonio de este amor y este resto. ¿Qué une
a San Agustín y Derrida, argelinos ambos, filósofos
ambos, en la confesión: de una alianza, de un anillo en
ambos casos? ¿Qué los une además de una madre,
un nombre –Derrida escribe desde Santa Mónica–,
una calle –Derrida vivió con sus padres en la calle
Sainte Agustine–, un relato de una vida, de un hurto? ¿Qué
los une, además de esa necesidad de la escritura después
de la muerte de la madre? Porque si bien Derrida escribe mientras
su madre aun vive, ella ha olvidado el nombre de su hijo, y entonces
escribe para una madre viva que no reconoce al hijo, una madre
“que no es” madre.
Creo que,
más allá de estas proximidades, escribir una “Circonfesión”
es un homenaje, 1590 años después, a aquello que
testimonian las Confesiones agustinianas: la alteridad,
en un discurso que, por momentos, parece ser un soliloquio, pero
que está hecho ante un otro. Y un otro que ya sabe lo que
se le va a contar, y a quien, sin embargo, se le reitera lo sabido.
Entonces, la palabra de la confesión es casi como el gesto
del amor: una redundancia, una reiteración, una iteración
que, sin embargo, ampara lo frágil de la otredad.
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Pensamiento de los confines, n. 17, Diciembre
de 2005 / Págs. 113-118.
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